«Avaricia, lujuria y muerte»

VALLE-INCLÁN ROMPEDOR

Autor: Ramón María del Valle-Inclán. Dirección: Ana Zamora, Alfredo Sanzol, Salva Bolta. Reparto: Manuela Paso, Elena Rayos, Gloria Muñoz, Iñaki Rikarte, Juan Codina, Lucía Quintana, Juan Antonio Lumbreras, Nerea Moreno, Marcial Álvarez... Teatro Valle-Inclán. Madrid.

Valiente, necesario y sorprendente «Retablo» valle-inclanesco el que ha programado el Centro Dramático Nacional, y que reúne las cualidades ideales en un teatro público: compromiso, autoría española –de un grande en este caso–, riesgo y puertas abiertas a una nueva generación de creadores. La idea funciona a la perfección: tres directores para tres de las piezas. Cada uno con su personalidad. «Ligazón», en manos de Ana Zamora, es un derroche de poesía escénica, de homenaje al teatro de legua, con sombras chinescas, juegos de carromato y canciones populares. Elena Rayos compone una Mozuela perfecta, frágil y éterea, junto a la Raposa y la Ventera, brujas que no necesitan escoba para volar alto, Gloria Muñoz y Manuela Paso.

Cuando el espectador está en una nube, llega una sacudida «kitsch» tremendamente divertida: al ritmo de «Limón limonero», Alfredo Sanzol mete a Valle-Inclán en una taberna setentera con cortinillas de boliches de plástico y descaro farsesco: Lucía Quintana, genial Pepona, es una «femme fatale» racial, un pendón de la España profunda en «La cabeza del bautista» menos gallega de lo imaginable. Junto a ella, un Juan Codina brillante como el mísero Don Igi y un Jándalo depredador que parece salido de una telenovela encarnado con gracia por Juan Antonio Lumbreras.

Estupendos todos, como los secundarios, habituales de la compañía de Sanzol, que repiten en la tercera parte de este tríptico. El final es una traca de imaginación e imaginería: un viaje iconoclasta e irreverente que transforma «La rosa de papel» en un guiñol de carnes heridas entre el expresionismo y el cabaret, picante y excesivo, cómicamente pornográfico, con un Julepe brutal en la carne de Marcial Álvarez. A su alrededor, la miseria humana hecha sombras en un reparto redondo. No se dejen engañar por el carácter de «breverías» de este montaje. Es gran teatro, de lo mejor de la temporada.

2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo contigo. Cuando veo montajes así vuelvo a entender por qué el teatro es el arte más antiguo de todos... Los lenguajes, la manera de decir el decir, la luz... Todo puede ser diferente, personalísimo, enriquecedor... Los tres montajes conforman un mundo cada uno, en sí mismo, pero a la vez han logrado ser un todo. Tres visiones mágicas, innovadoras y que se miran frente a frente: la sobriedad y la poesía de Ana Zamora, los limoneros cantados y enterrados de Sanzol y el profundo mundo titiritero recreado por Salva Bolta.
    Magnífico, en mi oponión de los cinco mejores montajes de la temporada.

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  2. Tres son los directores que toman la alternativa en el Teatro Valle-Inclán con Retablo de la Avaricia, lujuria y muerte. La primera que sale al ruedo es Ana Zamora, artesana miniaturista especializada en el pase poético de la sensibilidad en las escenas, conseguidas mediante gasas, chapoteos de agua y juegos de luces y sombras que nos hacen respirar aromas cercanos al aldeanismo universal de Divinas Palabras. En Ligazón se recuperan para la expresión teatral las ricas acotaciones expresionistas de Valle de la mejor manera posible: en boca del personaje que sale. Elena Rayos, La Mozuela, enciende su actuación en una grave madurez con la negación de entregar su cuerpo por unos miserables aljofares; los demás actores sirven de contrapunto para mostrar su libertad e independencia. Cabe destacar el artilugio del afilador que dará una iluminada creatividad para el desenlace final de la farsa.

    La cabeza del Bautista, bajo la dirección de Alfredo Sanzol, comienza con una coreografía casposa ambientada en el desarrollismo patriótico español de finales de los sesenta. Muy divertida, muy graciosa pero inútil para la estructura cognitiva de la obra, al igual que las otras canciones que se escuchan. Destaca la gran cortina de macarrones con más de quince tonalidades en atrevidos colores chillones. El papel de Don Igi, el Indiano, interpretado por Juan Codina es brutal. Es un garabato de alfeñique que deambula por el escenario en un jirón trágico del esperpento más puro. También es reseñable el personaje de la Pepona, realizado por la actriz Lucia Quintana, sobre todo en la última escena, repleta de patetismo, que implora la pérdida del Jándalo, Juan Antonio Lumbreras, por ellos mismos asesinado.

    Para finalizar la faena está La rosa de papel, llevada a cabo por Salva Bolta, que en un principio parece que promete mucho pero que se termina por difuminar en una absurda espiral grotesca de mal gusto. Zafia, chocarrera, blasfema, alejada de los ideales estéticos e ideológicos de Valle, pueden confundir al espectador más profano en la materia por esa distorsión tan vulgar a la que se ve sometida de la mano de la dramaturgia de su director. El toque de puterío en las peinetas de viudas alegres como ewoks pintados a lo Gene Simmons y los penes gigantes de los huerfanitos destruyen el buen comienzo que realizan el protagonista Marcial Álvarez -el famoso Pope de la veterana serie Comisarios- enseñándonos el culo, y La Encamada, Nerea Moreno, -¡¡ Mama Floriana, Mama Floriana, Mama Floriana !!-, que terminará semejando el icono de una virgen furcia necrofilada por el enorme falo del personaje principal de Simeón Julepe.

    Por lo tanto, una propuesta escénica descendente, que va de más a menos, finalizando con una decadente dramatización, por parte de Salva Bolta, que deja un regusto agridulce del buen trabajo, sobre todo el de Ana Zamora, provocado por sus otros dos compañeros.

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